Pequeños ante lo inmenso

El 14 de febrero de 1990, a sugerencia de Carl Sagan, la sonda espacial Voyager 1 que se aprestaba a abandonar el Sistema Solar, volteó sus cámaras y, desde unos 6.050 millones de kilómetros de distancia, tomó esta fotografía de la Tierra que Sagan bautizó como «Un punto azul pálido».

Pequeño. No es otro el sentimiento al situarme en el mundo en el cual vivo. Pequeño y, con más exactitud, más pequeño que lo pequeño. Porque ¿cómo puede sentirse uno cuando contempla la última fotografía que el Voyager I tomó sobre nuestra Tierra, desde el borde del Sistema Solar? Un punto. Menos que un punto. Un píxel o, tal vez, menos que un píxel y menos que menos de menos de un píxel si ampliáramos la visión a la Galaxia y menos que menos que ya no hay como expresarlo si miráramos el Universo buscándonos como quien desea algún día encontrarse.

Es la vastedad la que nos define, la que nos sitúa, la que da la exactitud de lo que somos hasta que entendemos que nuestro único lugar posible está en la humildad del ser y en el estar del asombro y del agradecimiento. Porque no es sólo la dimensión que tenemos en el Universo, es también como llegamos aquí, a esta vida, después de una selección en la que resultamos elegidos por nuestro propio tesón y nuestra pétrea resistencia. Nuestro primer respiro fue llegar primeros en esa olvidada y agotadora carrera acuática que nos dio origen. Un tránsito desde la prehistoria de nuestra vida, acorralada por la muerte por lo que no era posible el fracaso. Uno, venciendo a 250 millones de espermatozoides similares a nosotros, uno que, entre proteínas, fructosa, favinas, ácido cítrico, y fosfatasas, venció hasta llegar al óvulo que, como una Estrella de la Vida, esperaba paciente a que un espermatozoide, uno y sólo uno (que fuimos nosotros), penetrara hasta su núcleo y con ello iniciara el proceso de una nueva vida.

¿Y qué decir de nuestro cuerpo? Con 70 billones de células funcionando a la perfección para preservar nuestra salud. Células que componen distintos órganos, huesos, músculos y nervios, para que podamos estar aquí y que funcionan sin cansancio a lo largo de nuestra estancia terrenal.

¿Y qué podemos decir del Sol? Sin su calor no podríamos vivir. Si el Sol no existiera, la Tierra se enfriaría hasta el cero absoluto y ¿qué sería de nosotros? No disfrutaríamos del cielo, ni del viento, no podríamos oler el perfume de una flor, ni sumergirnos en la inmensa caricia del mar, no podríamos dejarnos caer al césped hasta ser visitados por las hormigas, ni gozaríamos con el canto de los pájaros: A 273 grados celsius bajo cero estaríamos muertos.

Para que todo esto exista, nuestro Sol transforma en energía cuatro millones de toneladas de hidrógeno por segundo o, lo que es lo mismo, 345 mil millones de toneladas de hidrógeno cada día. Un proceso descomunal para que tengamos el calor suficiente para vivir.

Nuestro tamaño respecto del Universo, la historia de cómo llegamos aquí, el multitudinario cuerpo pluricelular con el cual vivimos y el colosal esfuerzo del Sol para que tengamos las condiciones físicas para la vida, todas estas cosas me llevan a esa pequeñez que no puedo evitar porque es la condición natural de nuestra existencia.

Si lo miramos desde esta perspectiva ¿qué tamaño tienen nuestros problemas? ¿Nuestra vida tiene el sentido real que la vida misma tiene? ¿Son importantes las cosas que creemos importantes? Hay un texto del mejor Borges apócrifo que dice en su poema «Instantes»: Si pudiera vivir nuevamente mi vida, […] tendría más problemas reales y menos imaginarios.»

Por lo anterior, la pregunta que deberíamos hacernos es si estamos viviendo lo que en verdad tendríamos que vivir.

Estoy seguro que nuestro tamaño respecto del Universo, la historia de cómo llegamos aquí, el multitudinario cuerpo pluricelular con el cual vivimos y el colosal esfuerzo del Sol para que tengamos las condiciones físicas para la vida, todas estas cosas nos traerán la respuesta.

© José-Christian Páez, 2019.

Barcelona, España, 30.05.2019.