Mis Manuscritos

Escritos de José-Christian Páez

Tres poetas y una escuela

Andrés Morales, Antoni Clapés y José-Christian Páez, observando «La poesía como un dios», ensayo de Giovanni Astengo, sobre la obra de Morales. (Elizabeth Maldonado, 2019).

La Escuela N.º 196, República de Siria, que sita en la calle Francisco de Villagra, cercana a la plaza Los Guindos, era reconocida como un buen establecimiento educativo. Por una parte, se valoraba su buen nivel docente y, por la otra, su hibridez social. En un país, como Chile, donde las familias pobres enviaban a sus hijos a centros educacionales para pobres, las de clase media a colegios para niños de clase media y las adineradas a los The School para niños de clase alta, esta escuela constituía una rareza porque aquí convergían hijos de profesionales con hijos de obreros, de modo que el aprendizaje tenía la riqueza del descubrimiento de mundos, social y educacionalmente, distintos.

Ingresé al primer año, en 1969, por el capricho del año calendario. Como nací en noviembre, el requisito de los seis años exigidos para entrar a la educación básica lo cumplí en 1969 y no en 1968. Tuve la opción de comenzar con el pre-escolar, pero mi afán, por no decir mi obsesión a esa edad temprana era aprender a leer. Cuando me informaron que en ese nivel tendría que resignarme a recortar papeles de colores para luego pegarlos en una hoja, me negué a ir a la escuela con tal convicción que a mi madre no le quedó otra opción que respetar mi decisión.

Aprendí con el Silabario Hispanoamericano, con el método fónico-sensorial-objetivo-sintético, como lo definía su autor, el pedagogo Adrián Dufflocq Galdames. El texto venía bellamente ilustrado por Coré y Juana de Ibarbourou lo calificaba como «lujo de los ojos, gracia para el entendimiento del niño». «Pa, pe, pi, po, pu; pipa, papa, Pepe, Pipo, papá»: éstas fueron las primeras sílabas que pronuncié y gracias a este método sencillo y didáctico y con la guía de la profesora Elba Quezada, a los pocos meses comencé a leer con fluidez.

Mi entusiasmo crecía con cada lectura. Empezaba a penetrar en ese mundo que me intrigaba, en ese mundo que sospechaba existía paralelo al de la vida cotidiana, cada vez que veía a los adultos hacer gestos de aprobación, de extrañeza y hasta de risa o de enfado, cuando se encontraban apertrechados tras el periódico que sostenían con firmeza, entre sus manos. Ahora podía explorar esas líneas hasta entonces abstrusas, ahora iba entendiendo su orden y el mundo invisible que encierran se encontraba ante mí para que pudiera desvelarlo. Así fui adentrándome por ese universo de las ideas, así fui conociendo ese espacio etéreo, sutil, dificultoso y, al mismo tiempo, fascinante. Dos alumnos nos destacamos en aquellos meses intensos y la exigencia y, a la vez, estímulo, fue el leer ante el curso, erigidos ante nuestros compañeros como ejemplo a seguir.

La maestra Amelia Soto Iturriaga, en la foto de curso. José-Christian Páez, entonces de once años de edad, posa con sus primeras gafas.

Al iniciar el quinto curso, el viento de la buena fortuna se puso de nuestro lado y quiso que fuéramos guiados por una nueva profesora jefe, por una mujer creativa y entusiasta que estaba en el umbral de los ocho lustros. Amelia Soto Iturriaga, además de las labores docentes habituales, tocaba la guitarra y cantaba como un ángel. A los alumnos dotados de oído musical los preparó para que interpretaran canciones tradicionales chilenas y también composiciones infantiles. Ella, por iniciativa propia, creó un conjunto de música folclórica. Marlene Sánchez, Denisse Ducheylard y Ximena Guerrero, formaron un trío que entonaba canciones que daban vida y colorido a los actos del colegio. Pero la maestra, no sólo les enseñó el arte de la guitarra, al mismo tiempo les insufló la gracia, el entusiasmo y esa alegría que brota espontánea desde el alma cuando se pulsan las cuerdas, las de la guitarra y las vocales, para crear esa atmósfera festiva que atraviesa con sus rayos invisibles el corazón de los auditores.

Para entonces, yo tenía diez años. Un día, la profesora Amelia me propuso enseñarme a declamar. Como es de entender, le dije que sí. Se trataba de un nuevo desafío, de otro paso, el cual me resultaba excitante. No me equivoqué. Ella, tal vez inspirada por la cálida entrega que profesa en su obra Gabriela Mistral, abrió, para mí, un mundo nuevo. El universo de la poesía, ese que trasciende la visión rudimentaria de lo que creemos ver a primera vista, inundó mis sueños y se convirtió en el imaginario con el cual despertaba cada día. Hasta que llegó ese otro día en el que la inquietud sobrepasó el río por el cual navegaba y escribí mis primeros versos.

Referencias Críticas

En la Biblioteca Nacional se encuentra la Sección de Referencias Críticas sobre Autores Chilenos e Hispanoamericanos. Llegué a este remanso cultural, durante el otoño de 1984. Por aquel entonces, la dirigía Justo Alarcón Reyes y contaba también con el entusiasmo de Juan Camilo Lorca, quien lo sucedería años después cuando Alarcón Reyes asumió la subdirección de la Biblioteca Nacional.

Constituido en lugar de encuentro fue, sin duda, uno de los centros más importantes de la cultura nacional. Los escritores que regresaban después de un largo exilio traían las novedades aparecidas fuera de Chile y se reencontraban con sus pares. La poesía, la narrativa, el teatro, el ensayo o alguna crítica literaria sobre literatura chilena era inmediatamente compartida. Diría que Referencias Críticas sobre Autores Chilenos e Hispanoamericanos, además de su meticuloso archivo de las críticas de libros, de las entrevistas y de las noticias que generan los escritores, funcionaba como una facebook que conectaba las inquietudes de los creadores y permitía descubrir el trabajo que cada uno estaba realizando. En esa época, cuando la internet aún no dejaba ver su sombra, puesto que era un proyecto militar que recién gestaba su paso a lo civil, Alarcón Reyes, además del trabajo bibliográfico, se había propuesto organizar un archivo fotográfico de escritores y no perdía la oportunidad de registrar el paso de los autores que visitaban la sección, para lo cual contaba con la complicidad de un fotógrafo presto a retratar a los viajeros de las letras que se aventuraban por allí. Un voluminoso álbum da cuenta de ese acucioso archivo visual.

Poetas jóvenes

Gonzalo Santelices Quesada en su lugar favorito: «La Habitación de los Libros», poco tiempo antes de su trágica muerte. Tomada en Madrid, en 1997.

Una mañana Justo Alarcón puso en mis manos Todo esto para que los muchachos enseñasen sus glandes de tortuga desde el puente de Brooklyn (1983), de Gonzalo Santelices Quesada (1962-1997), obra con la que ganó el Arcipreste de Hita, y también sus otros libros: Sueño en la torre (1985), Una fiesta para la muerte (1985), y Nocturno en Marrakesh (1985). La poesía de Santelices discurrió ante mis ojos como agua nueva, como el eco de un espejo donde el mundo recién ha sido creado.

Su último libro, antes de su trágica muerte acaecida en un accidente de tráfico a las afueras de Madrid, se intitula Vida de un vendedor de fotocopiadoras (Huerga Fierro Editores, Madrid, 1996; Premio de Poesía Ciudad de Leganés 1995), y él es casi una ironía porque hacia 1980 había dado a conocer su primera obra, un librito fotocopiado, con ilustraciones de Ángel Bustamante y de Fernando Cabrera, que llamó La ciudad. En este volumen de veinte folios sin numerar y sin pie de imprenta, no se avizora al poeta que se consagrará en España, obteniendo las más importantes distinciones y críticas del exigente medio literario peninsular.

En La ciudad, el poeta manifiesta una inclinación a la poesía social y a la condición del hombre. En sus obras posteriores desaparecerá lo primero y profundizará lo segundo con abundantes ejemplos históricos, culturales, que Santelices irá incorporando como elementos poéticos en sí, tal como lo hicieron en su tiempo los latinos Propercio y  Catulo, por citar los que me parecen más significativos, y, de manera más reciente, Kavafis, autor que Santelices admiraba.

En La ciudad se lee:

Se declaró desierta la historia

por falta de datos fidedignos.

Considerando esto

a los hombres les fue retirado

el certificado de hombres

 

Más adelante, escribió:

Tomó la anticipada forma

de una prostituta castigada

por la virilidad del dinero.

Se plantó en la calle

a vender sus uñas,

sus cejas, sus párpados,

su sexo lleno de fetos asesinados.

Pasó la gente

y le escupió el alma

mientras ella sonreía

entre vereda y vereda.

Estos textos, todavía no son representativos de la poesía de Santelices. Los he querido citar, porque resulta sorprendente la evolución idiomática que experimentó su creación, la que también es, por cierto, reflejo de los cambios que el poeta tuvo en su larga y forzada estancia en España.

Andrés Morales, retratado en España, en la época de su doctorado. (Rafael Garay, 1986).

Para entonces, conocía a Andrés Morales (1962), quien había publicado Por ínsulas extrañas (1982), Soliloquio de fuego (1984) y Lázaro siempre llora (1985). Con una rigurosa formación literaria adquirida en la Universidad de Chile (donde se licenció en literatura en 1984) y en el Taller Nueve que dirigía Miguel Arteche, sus primeros libros están prologados por poetas excepcionales: el primero por Miguel Arteche y, el segundo, por Gonzalo Rojas. Cuando nos conocimos, ambos teníamos veintiún años.

Morales es un creador sencillo, amante de Gardel, de Serrat, y preocupado de lo que, en ese momento, está ocurriendo en Yugoslavia, país que había visitado para conocer la tierra originaria de su madre. Me advirtió que, tarde o temprano, el país se dividiría. ¿Estás seguro?, le pregunté, y me afirmó rotundo que las divisiones internas en algún momento reventarían. Un lustro después, comprobé que su predicción se estaba cumpliendo y su afirmación continuó haciéndose realidad durante quince años más, hasta la disolución total de la Yugoslavia de Tito. Pero, por sobre todo, Morales es un cómplice en la creación, un compañero de ruta que disfruta compartiendo su poesía. Lee «Escena nocturna», poema dedicado a Miguel Arteche:

Esta botella que abro

cuando la casa está sola,

cuando recorro pasillos

y cierro las puertas

y callo.

 

Esta botella vacía

con años de tierra y de mundo,

casi parece la historia

esta botella cerrada.

 

Adentro cipreses caídos

y un piano que suena

a lo lejos.

 

Adentro, la noche:

olas altas y estrechas.

José-Christian Páez en la biblioteca del Liceo N.º 7, José Toribio Medina. Tomada en junio de 1984.

En aquel verano de 1984, Morales me comentó que el Colectivo de Escritores Jóvenes (CEJ), estaba organizando un encuentro de poetas que se realizaría en dos meses más. En un país donde la reunión de dos, tres o cuatro tipos resultaba sospechosa ante los ojos de la dictadura, un encuentro de creadores constituía un gran acontecimiento. Así llegué al Primer Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes, que durante los días 18, 19, 20 y 21 de mayo, reunió en la sede de la Sociedad de Escritores de Chile (Almirante Simpson N.º 7), a poetas venidos del norte, del sur y también a los del largo exilio, estos últimos, habían podido ingresar a Chile gracias a la lista de readmitidos que había promulgado la dictadura de Pinochet.

En este encuentro, donde por momentos se filtraba por el audio y se expandía por los altoparlantes la interferencia que la CNI realizaba para saber qué temas tan importantes se trataban allí, conocí, entre otros, a Guillermo Trejo, a Walter Garib, a Manuel Andros, y a Juan Cameron, este último, poeta de verbo agudo y a la vez cotidiano, quien me prodigó su amistad y más que eso, su hermandad poética. Me habló (casi invitándome) de un lugar casi idílico, de un sitio donde los anaqueles exhalaban el perfume de la creación literaria, un punto donde el tiempo se detenía para que los habitantes profundizaran su saber y su sensibilidad, con el intercambio creativo que sazona la juventud y la hace indemne al tiempo.

Ese espacio casi mítico del que me habló Cameron es la sección de Referencias Críticas sobre Autores Chilenos e Hispanomericanos, a la cual llegué nada más terminado el encuentro. Se convirtió en mi segundo hogar. Dos décadas viví entre esos muros mágicos, leyendo, investigando, conversando, discutiendo y departiendo con esos escritores que conformaban la línea generacional anterior. Esas mañanas, esas tardes o esos días enteros, sólo fueron interrumpidos cuando me vine a vivir a Barcelona. Hasta allí llegaban Jaime Lizama, Oreste Plath, Alfonso Calderón, Jaime Quezada, Federico Schopf, Marcelo Coddou, Juan Loveluck y tantos otros que, como los beduinos que cruzan el desierto con largas caravanas yendo de aldea en aldea, llevaban las novedades literarias y culturales, tanto de Chile como de fuera del país.

En 1987, mi primer libro, Boceto por una joven muerte (1986), fue presentado en el Instituto Chileno-Alemán de Cultura, Goethe-Institut. En aquel otoño, Hugo Montes y Guillermo Trejo, hicieron de valedores. Trece años después, publiqué tres libros de poesía en sendas ediciones de cuarenta ejemplares, numeradas y firmadas por mí. Luego, un largo silencio, interrumpido por un período intenso en el periodismo.

Una maravillosa causalidad

Andrés Morales y José-Christian Páez, en la librería Animal Sospechoso, después de la presentación de «Antología esencial», de Morales. (Elizabeth Maldonado, 2019).

Este breve pasaje de mi vida y que esperó tiempo para ser escrito, tiene una motivación especial y por eso nace hoy: Hace unos días, Andrés Morales presentó, en Barcelona, su «Antología esencial». Como es lógico, nos reencontramos tras dos décadas sin vernos y ha sido como volver al principio, como regresar a esas tardes cuando en la casa de Miguel Claro, leíamos a los poetas españoles y escuchábamos a Joan Manuel Serrat o a Carlos Gardel.

Ha sido imposible sustraerme a un hecho: Tanto Santelices Quesada, como Morales y yo, aparte de haber nacido el mismo año de 1962, los tres estudiamos en la Escuela N.º 196, República de Siria. Se trata de una sincronicidad que atribuyo a la causalidad que tiene su origen en el nivel de excelencia de los profesores que tuvimos. De modo que estas palabras son un testimonio personal de agradecimiento que expreso en la persona de la maestra Amelia Soto Iturriaga. Porque considero que fuimos afortunados: En una época difícil para la vida de los chilenos, tuvimos nuestra pequeña primavera, porque siendo niños fuimos guiados por docentes que supieron ver en nosotros esa llama que nos hace existir.

© José-Christian Páez, 2019.

Barcelona, España, 28.05.2019.

Un comentario el “Tres poetas y una escuela

  1. José Miguel Ruiz
    miércoles, 29, May, 2019, 19:36

    Hermoso y significativo texto, felicitaciones a José-Christian Páez!!

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Esta entrada fue publicada en miércoles, 29, May, 2019, 15:51 por en Crónica Permanente y etiquetada con , , , , , .